domingo, 19 de junio de 2011

Diario de Aya - Parte IX [2/2] : "¿PODRÉ...CASARME?" (Hiroko Yamamoto)

Primer encuentro con Aya-chan

Acaba de regresar de una estancia de tres años en Estados Unidos. Estaba  trabajando en la cuarta sala del Primer Departamento de Medicina Interna del Hospital Universitario de Nagoya (ahora Departamento de Neurología) con el Doctor Itsuro Sofue. Estaba recopilando datos nacionalmente de la ataxia espinocerebelar. También redactaba los descubrimientos del doctor en pacientes externos. Un lunes, una estudiante con el pelo corto vino a la consulta con su madre. En los últimos años, el número de especialistas que atendían enfermedades neurológicas en departamentos pediátricos había aumentado. Así que era inusual que una niña viniera al Departamento de Neurología. Después supe que la madre de Aya había sido enfermera en un centro de salud en Toyohashi. Había averiguado que el doctor era “líder en la investigación de la ataxia espinocerebelar, así nombrada por el Ministerio de Sanidad”. Eso explicaba por qué Aya se había molestado en venir a nuestro Departamento de Medicina Interna como paciente de consulta. Había sido decisión de su madre.

En el expediente médico de esa chica que estaba sentada en la brillante sala de consulta aquella tarde estaba escrito “Aya Kitou, 14 años”. Su pequeña cara redonda con grandes ojos daba la impresión de que era una niña brillante. Sus ojos mostraban preocupación mientras iban del doctor a su madre mientras hablaban. Después de un primer examen, el doctor diagnosticó ataxia espinocerebelar. Le explicó a la madre de Aya la enfermedad. Le dio instrucciones de cómo hacerse una tomografía para ver el cerebro de Aya por dentro, una prueba de centro de oscilación gravitacional y una prueba visual.
Esas pruebas proporcionarían un mejor análisis de los síntomas. Le pidió a Aya que volviera en un mes para ver cómo se encontraba.
A mí me sorprendió la actitud positiva de ambas a pesar de la ansiedad que padecían. Sentí una fuerte afinidad con ellas. Después de aquello, empecé a pasar consulta en mi propia sala y no tuve la oportunidad de volver a presenciar una consulta de Aya. Sin embargo, nos encontrábamos en los pasillos del hospital. La madre de Aya captó enseguida el progreso de la enfermedad. A veces me decía con la voz triste que su balanceo había aumentado y que se había tropezado, o que su escritura se había vuelto más desordenada. Otras veces me decía orgullosa que a Aya le iba bien en el colegio, que sacaba buenas notas y que tenía una recomendación por su buena actitud con la que podría entrar en un instituto público. También me contó que Aya había aprobado el examen de inglés de tercer nivel Proficiency. Yo apoyé a Aya por haber conseguido luchar contra la enfermedad. “El tercer nivel es bastante difícil, ¿sabéis?”, les decía a mis compañeros como si fuera mi propia hija.
Un día, por la época en la que florecen los cerezos del Parque Tsurumai y los pétalos rosa pálido empiezan a emerger, la cara sonriente de Aya apareció por la esquina de la cortina de mi sala de consulta. “Doctora Yamamoto”, me dijo, “¡he aprobado el examen de entrada!”. Mientras le daba la enhorabuena y le deseaba buena suerte, no pude evitar desear que su enfermedad aguantara sin avanzar hasta que pudiera graduarse. Eso también me animó a continuar con mi investigación en un nuevo medicamento.
El instituto al que entró Aya estaba en Toyohashi, en la prefectura de Aichi.
Estaba orientado a la preparación para la entrada en la universidad. Su animada vida de instituto comenzó. Pero pronto el equilibrio de Aya empeoró. Ya no podía meterse en un autobús lleno de gente todas las mañanas. A pesar de que su madre trabajaba, llevaba a Aya al instituto todos los días. Aya a menudo se caía y venía a urgencias con heridas en las rodillas y chichones en la frente. La cara de la madre de Aya se oscurecía momentáneamente cuando me contaba que las notas de Aya estaban empeorando poco a poco. Pero inmediatamente después de eso sonreía y decía: “como es tan lenta en los exámenes, se queda sin  tiempo. Es inevitable, ¿no?”.
En realidad, Aya no podía tomar apuntes bien. También tenía que cambiar de clase entre horas y siempre llegaba tarde porque se movía lentamente. Su instituto la consideraba un gran problema. Sin embargo, sus compañeros la ayudaban mucho, llevando sus libros de texto o cogiéndola de la mano cuando veían cómo trataba de caminar. Puedo imaginar lo agradecida que se sentía, pero también lo frustrada que debía sentirse con su cuerpo discapacitado. Sin embargo, siempre estaba sonriendo y sus ojos mantuvieron siempre la vitalidad, a pesar de que su cara se hizo cada vez más pequeña y delgada.
Decidimos que ingresaría en el hospital en las vacaciones de verano para probar un nuevo medicamento.

Admisión de Aya-chan en el hospital

Aya se alojaba en la Sala 4A del Hospital Universitario de Nagoya. Era muy popular entre las enfermeras. Aunque era una estudiante de instituto, sus rasgos infantiles le daban un aspecto angelical. Obedecía las órdenes de todo el mundo, con la esperanza de mejorar, aunque solo fuera un poco. Planificaba y practicaba varios ejercicios con sus manos y sus piernas. Era imposible que no te gustara. El nuevo medicamento tuvo un ligero efecto, pero no disminuyó sus inconveniencias diarias. Las enfermeras venían a quejarse: “Doctora Yamamoto, Aya-chan se está esforzando mucho. ¿Por qué no hace algo para ayudarla?” Me sentí perdida.
En aquella época, el profesor se convirtió en una autoridad de la ataxia espinocerebelar y el hospital se llenó de pacientes. Aya y U-kun, un chico un año más joven que ella, eran jóvenes y alegres pacientes. Pero había otros que permanecían en cama y que solo se levantaban para ir al baño en una silla de ruedas. Con ojos de lince, Aya me mencionó los nombres de los pacientes más enfermos y me preguntó: “¿Estaré pronto como ellos?”. Yo sabía que Aya tenía muchos sueños para el futuro. En mis rondas, estudiaba mis reacciones cuando me hablaba de ellos. Sentí que había llegado el momento de hablarle en condiciones de su enfermedad. Le contesté: “Todavía falta mucho tiempo, Aya-chan, pero sí, en algún momento estarás así”. Le expliqué con detalle lo que le ocurriría a medida que el tiempo pasara: que su balanceo aumentaría, que en algún momento no podría caminar, que su habla se volvería difícil de entender y que escribir o realizar cualquier tarea manual sería cada vez más difícil. Después de eso, estuvo varios días deprimida. Pero pronto empezó a hacerme preguntas positivas: “Doctora Yamamoto, ¿cuánto tiempo podré seguir caminando?” o “¿Usted cree que podré hacer este trabajo?”. Lo sentía por ella pero también creía que habérselo explicado todo era bueno. De hecho, después de eso, nuestro vínculo mental se hizo más fuerte. Podíamos hablar abiertamente de los síntomas más serios de la enfermedad y eso facilitaba los siguientes pasos a seguir. Su estancia en el hospital no pudo hacer mucho para mejorar su estado. Sin embargo, creo que se marchó entendiendo a lo que se tendría que enfrentar con una vida bajo la supervisión médica.

Cambio a un internado para discapacitados

El instituto de Aya la invitó a marcharse porque se estaba convirtiendo en un problema para toda la clase. Es lo que temíamos que podría ocurrir. Con una decepción amarga, la madre de Aya me contó que sus compañeros la ayudaban a subir y a bajar las escaleras diciéndole: “¡No pasa nada, Aya! Seguiremos haciéndolo en el futuro”. Me sentí feliz cuando me enteré de que sus compañeros cuidaban de ella. Su madre me dijo que iba a pedirle al instituto que la dejaran quedarse. “Si los profesores tienen cualquier pregunta sobre la enfermedad de Aya-chan”, le dije, “estaré encantada de ayudarles. Incluso podría ir con usted al instituto”. Su madre me contestó que prefería ir sola.
Fue al instituto muchas veces, a pesar de su horario laboral, y presentó una sólida solicitud para que Aya pudiera quedarse. Al final, sin embargo, se decidió que Aya iría a un internado para discapacitados.
Los terrenos de este tipo de internados están diseñados para que los estudiantes puedan moverse sin problemas en silla de ruedas. También tienen un centro de rehabilitación donde pueden estudiar mientras reciben tratamiento. Pero yo creo que fue un gran shock para la madre de Aya, que apoyada por muchos estudiantes, había estado luchando contra el traslado. Cuando me dijo con voz triste que Aya tendría que trasladarse, sentí un nudo en la garganta. Supongo que los administradores del instituto no sabían cómo tratar a Aya. Su conclusión fue que, si había un colegio para niños como ella, ¿por qué no podía ir allí? Sin embargo yo me pregunto si causar molestias fue el único efecto que tuvo Aya en el instituto. Según tengo entendido, el deseo de cuidar de un compañero discapacitado surgió de forma espontánea entre los alumnos.
Pudieron aprender mucho de la actitud de una amiga que luchaba desesperadamente por vivir. Me sentí muy decepcionada con sus educadores.
Ni siquiera se informaron acerca de la enfermedad. Hoy, el tema del acoso escolar está a la orden del día, pero yo creo que los compañeros de Aya no tienen ni una mancha en su comportamiento. Mucho después, cuando Aya volvió a ingresar en el hospital, recuerdo que me dijo muy contenta: “Por favor, necesito permiso para salir porque voy a ver a mis amigos del instituto”.

La vida hospitalaria en el Hospital Universitario de Nagoya

En abril de 1980, terminé mi tesis doctoral en la Universidad de Nagoya. Me mudé al Hospital Universitario de Nagoya -ahora llamado Hospital Universitario Fujita- en Toyoake, prefectura de Aichi, para ocupar un nuevo puesto. Por aquel entonces, Aya ya necesitaba una silla de ruedas eléctrica y solo podía ir al hospital en coche. Como Toyoake estaba más cerca de su casa que Nagoya, se trasladó al mismo hospital en el que yo estaba. Mientras examinaba a Aya en la sala de consulta, empecé a comparar su estado con el de la primera vez que la vi en Nagoya. Entonces, sus mejillas estaban más llenas y podía entender mejor lo que decía. Aunque decía que se balanceaba, caminaba de una forma normal a ojos de los demás… Después de solo cinco años, sin embargo, necesitaba a alguien que empujara su silla de ruedas, solo podía hablar si se esforzaba mucho, tensando mucho el cuello y su modo de hablar resultaba difícil para alguien que no estuviera acostumbrado… Me sorprendió su estado de deterioro.
Después de dejar el internado para discapacitados, Aya se quedaba en casa mientras los otros miembros de su familia iban a trabajar o al colegio. Comía sola y cuidaba de sí misma. A su madre le preocupaba que ocurriera algún accidente cuando estaba sola; Aya a menudo se caía en casa aunque estuviera agarrada a algo. De hecho, cada vez que venía a Urgencias, tenía heridas en su cara, en sus piernas y en sus brazos. Tenía más que antes y cada vez eran más serias.
Ingresó en la sala de medicina interna, en la octava planta del edificio 2 del hospital para recibir tratamiento y rehabilitación por segunda vez. Era la primera paciente con ataxia espinocerebelar en ese ala. Yo estaba a cargo de otros siete u ocho pacientes, todos ellos con problemas cardiacos o neurológicos. Muchas de las enfermeras eran jóvenes y algunas incluso más que Aya. Yo había cogido la costumbre de llamarla “Aya-chan”. Era curioso escuchar cómo las enfermeras jóvenes también la llamaban “Aya-chan”. Pero
mostraba el aprecio que todos sentían por ella. Aya manejaba su silla de ruedas.
Se lavaba la cara con sus manos discapacitadas, iba al baño y limpiaba la mesa para comer. Nunca faltó a una sesión de rehabilitación y leía libros sentada en una silla o en su cama durante el día. Le interesaba la artesanía y el origami que otros pacientes se enseñaban unos a otros. Pero estaba afligida porque no podía hacerlo como ella quería. La enfermera jefe se conmovía al observarla. Pero los pacientes que más se conmovían con Aya eran los más ancianos. Estaban paralizados de un lado porque habían tenido derrames cerebrales. No podían mover sus manos ni sus piernas como querían. A veces se molestaban y se saltaban las sesiones de rehabilitación. Algunos de ellos no solo habían perdido  las ganas de curarse sino de vivir. Sin embargo, cuando veían los esfuerzos que realizaba Aya, que podría haber sido su nieta, se sentían animados para volver a la rehabilitación. Empezaban doblando y estirando sus piernas y sus brazos en sus camas. Tanto las familias como las enfermeras estaban encantadas. Como médico suyo, yo no podía pedir más. Les había explicado una y otra vez los beneficios de la rehabilitación en mis rondas. Había intentado varias cosas para motivarles. Pero me di cuenta de que lo que yo decía tenía menos efecto que la visión de Aya intentando mover su silla de ruedas con todas sus fuerzas.
El examen y el tratamiento de los pacientes no es el único papel de un hospital universitario. También lleva a cabo investigaciones y educa a los estudiantes de medicina para que se conviertan en buenos médicos. Después de estudiar las enfermedades en general, los estudiantes se dividen en grupos de seis o siete.
Hacen rondas de visitas a los pacientes de distintos departamentos cada una o dos semanas. Leen los libros de texto más relevantes y reciben orientación del médico al cargo de los pacientes. Este curriculum se llama “porikuri” (policlínico). Dos grupos a menudo se quedan en el hospital por la noche, e incluso a veces duermen en sus habitaciones “porikuri”: los estudiantes de cirugía, que tienen que observar las operaciones y los de obstetricia, que tienen que atender a los bebés.
Yo lo siento por los pacientes que cooperan con este currículum, pero siempre se lo pido porque creo que es un buen modo de formar buenos médicos.
Todos los pacientes aceptan gustosamente. Cuando las visitas se repiten, los pacientes se acostumbran. Incluso adquieren conocimientos al echar un vistazo a los libros de texto que llevan los estudiantes y al escuchar lo que el médico les explica. Cambiando los puestos, los pacientes a veces les enseñan cosas a los estudiantes al siguiente grupo – algo que no es de risa. Aya estaba en el mismo grupo de edad que los estudiantes. Me preocupaba su estado de ánimo, pero quería que los estudiantes entendieran su enfermedad. Me decidí a pedirle su colaboración. Ella asintió con una pequeña sonrisa.
Tres estudiantes, dos chicos y una chica, eran responsables de Aya. La examinaban con cuidado y estudiaron mucho su enfermedad. Aunque sus visitas terminaban en una semana, uno de los chicos pasaba a ver a Aya por las noches mientras estudiaba en otro departamento. Era un chico con buena salud y provenía de una familia para la que era natural que él estudiara medicina. Yo imaginaba que le sorprendían las circunstancias de Aya: entrar en el hospital aspirando a ir a la universidad y después tener que trasladarse a un internado para discapacitados a causa de su enfermedad. Y él sabía que la enfermedad era “lenta pero progresiva”. A mí me gustaba saber que encontraba tiempo para visitar a Aya no solo por su interés en la enfermedad sino por su amabilidad. Me aseguró que sería un buen médico.
Un día, mientras caminaba por el pasillo después de haber terminado mi rondas, Aya apareció de repente de su ala en su silla de ruedas como si me hubiera estado esperando. Se paró al lado de un extintor y de repente me hizo una pregunta: “Doctora Yamamoto, ¿podré… casarme?”. Yo contesté automáticamente: “No, Aya-chan, no podrás.” Después me detuve a pensar por qué había hecho esa pregunta. Quizá le gustaba alguien… ¿Podría ser ese estudiante que la visitaba? Pensando que debería escuchar atentamente lo que tenía que decirme, me puse en cuclillas y la miré a los ojos. Me sorprendió su mirada de sorpresa. Obviamente mi respuesta directa le había impactado. Aya estaba en un estado en el que tenía que luchar con todo y sabía que su estado estaba empeorando. Yo asumí que ella no se había planteado el matrimonio en general, aunque hubiera pensado si podría hacerlo o no. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocada, que la realidad era diferente: había crecido, sus pechos se habían desarrollado y tenía el periodo con regularidad. Siempre le había molestado porque pronunciaba su balanceo. Yo había visto cómo Aya pasaba de niña a mujer. ¿Así que por qué asumía que nunca había pensando en casarse y en tener una familia? Me sentí avergonzada. Lo había decidido dogmáticamente. Aunque habíamos estado unidas durante mucho tiempo, no supe entenderla. Eso me hizo reflexionar sobre mi conducta. Fue la mayor conmoción que me ha provocado un paciente. Nunca olvidaré los ojos grandes y temblorosos y la expresión de sorpresa de Aya en ese momento. Supongo que mi respuesta la dejó fuera de juego. “¿Por qué no?”, preguntó. “¿Mis hijos pueden tener la misma enfermedad?”. “Bueno, primero necesitas alguien con quien casarte”, le contesté lo más alegre que pude. “Primero, tienes que encontrar a alguien que entienda tu estado por completo y que quiera casarse contigo. ¿Tienes a alguien en mente?”. Fue una respuesta muy cruel, pero no quería darle una respuesta vaga que animaría sus ilusiones que pronto se irían al traste. Me conmovió hasta las lágrimas ver como negaba con la cabeza y decía, “no”. No sé qué fue primero, si su cara envuelta en bruma por mis lágrimas o sus ojos llenos de lágrimas. Durante un momento, no pude moverme. Durante varios días después de esto, todavía podía escuchar su voz preguntándome: “Doctora Yamamoto, ¿podré… casarme?”.
El estudiante que había visitado a Aya dejó de hacerlo gradualmente. Supongo que estaba demasiado ocupado. Quizás en parte gracias a eso, Aya se centró en su rehabilitación como si nada hubiera pasado. Y parecía estar alegre. Al final de su estancia en el hospital, Aya empezó a sufrir de hipotensión. Le dolía la cabeza y tenía náuseas cuando se levantaba. Después uno de los pacientes de su habitación murió de repente. Eso provocó que la ansiedad hacia la muerte de Aya aumentara. Pasó varios días deprimida. De nuevo volví a explicarle lo que pasaría si su enfermedad progresaba, pero le dije que todavía faltaba mucho tiempo antes de que tuviera que enfrentarse a la muerte. Ella asintió. Poco a poco, recuperó su alegría.
Sin embargo, empezó a necesitar de otros para cuidar de ella. Se trasladó a un hospital que permitía tener un cuidador para cada paciente. A veces voy a ese hospital a ver a algunos pacientes de mi especialidad. Después se trasladó a otro hospital cerca de su casa en Toyohashi. Aunque no he visto a su madre desde hace más de dos años, me mantiene informada sobre el estado de Aya. Nos consulta a mí y a un doctor joven que trabaja en el hospital en el que está. Así que tengo buena información de su estado. Me he enterado de que todo el mundo la quiere, esté donde esté, y que su cuidadora cuida de ella con ternura y compasión. Siempre que mis pacientes se sienten desanimados, yo les animo a que hablen de Aya. Últimamente he empezado a pensar que, en realidad, yo soy la que más ánimo ha recibido de ella.

Hiroko Yamamoto
Ayudante del Profesor (ahora Profesora).
Departamento de Neurología. Hospital Universitario Fujita.

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