Como cualquier padre, yo rezaba para que mi hija fuera una excepción, para que el progreso de la enfermedad se detuviera y para que ocurriera algún tipo de milagro. Mi hija estaba convencida de que se curaría. Yo estaba muy confundida y me resultó muy difícil reconciliarme con la situación. Como padres, ¿cómo podríamos cuidar de ella? Me di cuenta de que tendríamos que afrontar el futuro con firmeza, siempre a su lado y como pilares en los que ella encontrara apoyo.
Algunas personas con discapacidades físicas como la pérdida de un brazo o de una pierna, pueden utilizar sus otros miembros sanos para compensar. Pero en el caso de la ataxia espinocerebelar, los pacientes pierden por completo su sistema locomotor. Todas las funciones importantes, como sentarse o caminar, se pierden gradualmente. Otras, como escribir o usar los palillos para comer, también. Todo el proceso requiere una larga batalla contra la minusvalía. Y la táctica ha de cambiar según el estado de los pacientes.
Constantemente amenazada por el progreso de la enfermedad y bajo la presión de la ansiedad y el miedo, Aya se negó a aceptar lo inevitable o a rendirse.
Continuó haciendo esfuerzos. Pero al final terminó en una cama. Hoy apenas puede hablar y ni siquiera puede secarse las lágrimas.
Me pregunto qué es lo que piensa de sí misma en su mente clara pero ya no hay modo de saberlo. Le ha sido negada hasta la habilidad de expresar sus sentimientos. En el sexto año de su enfermedad, cuando ya no podía cuidar de sí misma, escribió “¿Para qué estoy viviendo?” en su cuaderno.
A mí me hizo la misma pregunta. Se había esforzado mucho para seguir adelante y había luchado lo impensable. Pero al final resultó que su vida cada vez se alejaba más de la vida que quería tener.
Parecía que se lo reprochaba a sí misma, diciendo, “mi vida no tiene sentido”, “no tengo nada por lo que vivir” y “soy una carga”. Nunca hizo ni dijo nada para criticar a los demás, con cosas como, “¿Por qué solo me pasa a mí?” o “Me gustaría que nunca me hubieras tenido”. Eso hacía más difícil darle una respuesta. Los grandes momentos de su vida – el inicio de su enfermedad, el traslado del instituto al internado, su graduación, cuando ya no pudo caminar o su cuidadora- siempre estuvieron obstruidos de alguna forma. Eso hacía que Aya se deprimiera.
Juntos hemos intentado seguir cavando en un túnel oscuro intentando curar su cuerpo enfermo. Pero después descubrimos que tendríamos que superar otro obstáculo. Hemos llegado hasta aquí, deseando encontrar un camino mejor y, al fin, poder decir: “¡Esto es lo que estábamos esperando!”, pero la realidad del estado terminal al que hemos llegado ahora ha resultado ser demasiado cruel.
Yo he llorado con Aya cuando ella lloraba.
Me he unido a ella en su tristeza mientras la ayudaba a levantarse siempre que se caía. Y cuando fue incapaz de moverse y tenía que gatear por el frío pasillo,
yo la seguía, gateando a su ritmo. No he podido seguir nunca la recomendación de no llorar delante de tus hijos. Como entendía el dolor y la agonía de Aya muy bien, pensaba que era un modo natural de ser madre.
Pero desde el punto de vista de un adulto, yo no hice diferencias entre Aya y sus hermanos sanos. En cuanto a las palabras, “está enferma y por eso no puede”, yo insistía en que hiciera lo que pudiera hacer excepto lo que no podía por su minusvalía. La diferencia con los demás era que ella soportaba una carga por su enfermedad. Y yo tenía que soportar esa carga.
Aya decía que por su enfermedad su vida se había descarrilado. Pero yo le compré varios libros que hablaban de las luchas contra las enfermedades. La obligué a que los leyera, diciéndole que también era su vida. No quería que se convirtiera en una persona cerrada ni que pensara que era la única persona enferma en el mundo.
Trataba de animarla, diciéndole, “Aya, te has esforzado todo lo que has podido y eso nos ha sorprendido a todos. Creo que has tenido una vida mucho más decente que tu madre, que ha estado viviendo despreocupadamente sin ningún defecto físico. Por eso sigues teniendo amigos que te visitan y dicen que tienen mucho que aprender de ti. ¡Eso es maravilloso!”.
Decidí contestarle eso a la pregunta de “¿Para qué estoy viviendo?”.
Empecé a ordenar sus diarios que hablaban de su amarga lucha diaria.
Deseando poder publicarlos en un libro que daría a Aya algo por lo que vivir, hablé con la Doctora Yamamoto, profesora asistente del Hospital Universitario Fujita. Ella aceptó gustosamente participar.
Aya suele decir: “No he tenido una vida lo suficientemente buena como para contársela a los demás.
Me avergüenza estar siempre llorando. Ha sido una vida llena de arrepentimiento, en la que constantemente me he reprochado a mí misma no haber hecho mucho más.”
~FIN~
Y así, se termina esta hermosa historia...
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