Cuando fuimos al Hospital Universitario de Nagoya, el doctor nos dijo el nombre de la enfermedad de Aya. Nos explicó cómo su capacidad física iría disminuyendo a medida que progresara la enfermedad y que no tenía cura.
Como cualquier padre, yo rezaba para que mi hija fuera una excepción, para que el progreso de la enfermedad se detuviera y para que ocurriera algún tipo de milagro. Mi hija estaba convencida de que se curaría. Yo estaba muy confundida y me resultó muy difícil reconciliarme con la situación. Como padres, ¿cómo podríamos cuidar de ella? Me di cuenta de que tendríamos que afrontar el futuro con firmeza, siempre a su lado y como pilares en los que ella encontrara apoyo.
Algunas personas con discapacidades físicas como la pérdida de un brazo o de una pierna, pueden utilizar sus otros miembros sanos para compensar. Pero en el caso de la ataxia espinocerebelar, los pacientes pierden por completo su sistema locomotor. Todas las funciones importantes, como sentarse o caminar, se pierden gradualmente. Otras, como escribir o usar los palillos para comer, también. Todo el proceso requiere una larga batalla contra la minusvalía. Y la táctica ha de cambiar según el estado de los pacientes.
Constantemente amenazada por el progreso de la enfermedad y bajo la presión de la ansiedad y el miedo, Aya se negó a aceptar lo inevitable o a rendirse.